lunes, 19 de septiembre de 2022

Baldomero Fernandez Moreno el poeta del nervio optico. Por Pablo Queralt.

 


Baldomero Fernandez Moreno.

 

El médico, el poeta, el hacedor de poemas a la velocidad del nervio óptico, como dijo J.L. Borges “transmite todo de un modo inmediato que sus lectores olvidan las palabras traslucidas que han operado esa transmisión”. Confundiendo sencillez con inmediatez, proximidad casi simultaneidad de la cosa real y la cosa literaria, el poema en acto. En acto que al ser leído es incorporado en imagen y esencia. A su manera casi epistolar versifica las cosas cotidianas de ciudad, de provincia, las sombras del consultorio o de los edificios, sus balcones todo remite a un sentido de una interioridad de sentimientos sencillos y bondadosos, vale remitirse a su primer recuerdo de infancia “una mañana de oro y neblina un camino muy blanco en el portal oscuro una abuelita diciéndole a su nietito que caruca más fina”. Llena las manos de castañas, el alma de leyendas, el corazón de preces y los labios risueños de un divino parlar. Ya desde sus primeros poemarios nos marca su derrotero, sus palabras y sus futuros trayectos ahondando en su sosegado cantar descriptivo, un Machado porteño. En torno a sus árboles: las ciruelas claudias, las gordas peras de muslo de dama y las garrafales guindas coloradas, hay allí todo un pictorismo a la manera que usara luego Girondo, precursor de Perlongher, Lamborghini, quizá. Así sus poemas los de cuarteta translucidos, transparentes “que cosa más dulce era,/ cristalina,/ beber el agua en la boina/ campesina./ “  en el mismo poema “ y en larga fila ondulante/ regresar/ mientras encienden las luces/ del lugar/” a un ritmo canción como en 70 balcones esa musicalidad del poema que lleva el sentido de la flor, de la novia, del poeta lleno de ilusiones, de la tristeza de negros balcones, donde nunca se oirá un beso esa es la clave el ojo del poeta que sabe mirar. O ese conversar con las acacias “yo creo que llegan de noche las estrellas a posarse en ellas” dice desde un corazón que no sabe lo que tiene porque esta en primavera y se va repitiendo en su canción. Todo es un canto, las doradas copas de los árboles, él que deja una rosa en la silla al irse y dice su elegía y la del otro, su ingenuidad y su enigma. Allí en su cuartito de hilvanar palabras certeras que interrumpen el ritmo de las almas sin que lo adviertan, como quien lee sus versos para arrancar una lágrima y una caricia.     

En versos de negrita todo el canto enamorado cuyo nombre ya es llamado y caricia, fluye el poemario- libro en una romanza de simples y sencillas estrofas de alta sensibilidad y en la cotidianidad son palabras de amor de un oro ceniciento que flota por el aire y uno siente ese perfume, estar en esas habitaciones ser parte de esas escenas en esas estelas que va dejando de verso a verso, salta el corazón en ese trino en su divino universo.



Matizando en colores los momentos del día y su interrelación entre las cosas en el sosiego de un mate bien cebado aprisiona el instante, el paisaje cuando quiere hablar de la cancha y sus jornadas donde endureció el pellejo de la derrota, en el canto de las casuarinas, la lira y la bordona. Su curso descriptivo avanza en sentidos que se prolongan pero siempre hay un punto ombligo de retorno, en una sensación de oralidad de cuento contado, en una intensidad de existir siempre presente en el ahora. Creando su territorio existencial, su campo efectivo: un devenir imagen instantánea. Los peones “no bien salen del antro turbio de la cocina se pierden en la noche con grave pesadumbre camino a los galpones, y se los adivina” es el devenir visto por unos ojos que lo ven, transmisión inmediato en el acto. Y caen en sus yacijas, sin sueños ni oraciones en el cuerpo pegados polvo y briznas del día, dice en su poema constituyendo una máquina de inmediatez de lo visto y lo leído. Luego “los feriados conciertan con otras peonadas, rudos e interminables partidos de futbol, se pechan como toros, ruedan en oleadas, las hierbas malheridas dan su perfume al sol”, potencian sus versos una máquina de intensidad existencial, una atmosfera de ser ahí. O en Duermes: la madre ha logrado dormir a su hijo/ una obra maestra/ de pequeños suspiros/ de menudas palabras/ de voluntad de instinto./ no respiramos casi/ el niño se ha dormido/. Como una nana que acuna con sus versos al lector, la transmutación del acto en esencia en palabras que casi ni se ven, solo imagen del acto, estar ahí. Una mano: “por el barrio extravagante, azul esmeralda, negro, volando va el 26: cien ruedas y ningún freno. Y a pesar de estar vacío somos tres los pasajeros que la gracia de los tales es volar llenos.” La medida de su hermosura es mi silencio, parece decirnos, un mundo que abrirá como pueda cuando su poesía es una ventana clausurada. Para transformarla en un cielo de una luna blanca y celeste después del riego de una tarde con una música alegre para perderse deliciosamente rumbo a las estrellas. No es su poesía un sentimentalismo rosa sino es el sentimentalismo genuino, traslucido, de una verdad emotiva simple y real conmovedora y bondadosa que difiere de lo cursi al ser en una funcionalidad fuera de toda complejidad. Como un existir que se vacía en ser ahí.     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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