Juan L. Ortiz. Humo saliendo de una boquilla finita.
La poesía de Juan L. Ortiz es entrar al canto de los pájaros, al
ronroneo del rio, a un jardín llovido que eleva hacia las tímidas sonrisas
azules la mirada de sus rosas, una pausa infinita, sin fin, entrar en lo
inaudible más allá del silencio, del propio silencio. Espacios alargados, o
silentes como expansores en forma de repeticiones de palabras o adverbios que
hacen flotar al poema y las imágenes en las orillas de abismos, o
encabalgamientos de verso en verso que disponen una actitud de mirar lo que se
mira, contemplar y meditar.
Contemplar el destino abierto de la vida al costado del río Gualeguay,
y desde allí la paleta cósmica de su coloratura pinta el poema como olas
suaves, otras más intensas, en ese descrecimiento o diminuendo de tramas de lo
que nace cada mañana, lo que es de su alma como ilusiones efímeras del cielo,
toda la naturaleza juega en él, el amoroso anhelo de la nostalgia, un ensueño
que el hada despierta en la noche desvelada. Lo sutil en cada verso de una fina
delicadeza, del que está en el aura del sauce, y lo traduce, lo transvive. Cada
cosa con su halo en la trashabitación de lo que brilla en los sentidos de la
mente, como algo conversado. Se diría en esos puntos suspensivos, como una
humilde grandeza donde uno se abisma en lo secreto de esa tonalidad que cada día
nos revela la finitud para salir de la miseria cotidiana, “huesos solos bajo
las sabanas con moscas”. Su poesía sabe distinguir entre los grises, con su
discreta dulzura, se imagina lo que alguna vez supo ser, cuando el sol ahora es
solo un recuerdo rosado. En la mansa mirada vecino del agua y la luz en su
gracia viva del aire y los reflejos, monta el escenario real del asunto, donde
se está bien allí como otro quieto resplandor de la luna. Como un canto a la
hermosura del mundo, entre el vacío negro, el horror permanente de la sombra,
justifica el canto y la belleza: estar vivo. Las estaciones, sus secretos, sus
afiladas luces, los silencios, los cielos de ahora o el cielo anterior
observado por los chinos, como un rostro perdido, una sonrisa iluminada, lo que
siempre sabia para la tristeza, para la inquietud. Un aire provinciano de
quietud y contemplación entrelazada, compartida Calveyra- Ortiz. Un narrar esa
paz algo que él había visto en la otra orilla de la vida, cada hora con su sed,
en el amor de las aguadas, en las arenas del sueño, lo que espuma en cada matiz,
como si un pensamiento lejanísimo le musitara, la terrible participación. Cada
historia con su camino, su confín. Todo salido para la incertidumbre en ese aire
nacido en las heridas de la fe, lo que canta para ser. Cada poema pone el
intervalo del aquí. Poemas que como un río no dejan morir un tiempo. Como decía
el autor una poesía de pura presencia,
de resplandor casi sin forma en la fluida aérea de los estados internos,
armonía o visión. Ahonda en cada orilla, cada ceniza, sabe lo que quema el
aire, el silencio que triza, allí baja, escucha las ramas del aquí o su sed
misma. Hay en su poesía amor oriental casi de haikus o tankas elongandóse en su
métrica silábica, musical. Un discurrir entre los halitos de los sentimientos,
cielos, ríos, nubes, los segundos imposibles paisajes, esa desvanecencia sin
fin. En esa inmersión en montajes de una finitud sensible a partir de las
instalaciones paisaje- río-alma- tardes- anocheceres- mañanas- estaciones
climáticas- encuentra nuevos infinitos, marca su carácter estético. El
sentimiento por la naturaleza, el cosmos, en una luz modalizada de ver y de
ser. Una interacción de modos maquínicos abstractos y concretos que disuelve lo
veloz de los sucesos creando territorios existenciales fuera de tiempo y
espacio. Es el flujo que marca la forma de vivir instancias, luces, colores,
universos incorporales, una suave intensidad practica de red objeto-sujeto. La
forma de utilizar los instrumentos, las palabras en su suave repetición, puntos
suspensivos, adverbios, dan un ritmo y conformaciones espaciales y producciones
maquínicas soportes de ritornelos, que fluyen en un flotar, silencios, orillas,
espuman, ahondan en una especie de ceniza pisando mediodías de jacarandaes como un humo dorado en la página. Captura el
tiritar de arroyitos, los espíritus del atardecer, los solcitos del malva, los
ultracielos, la petunia arrugada, para oir solo el sueño de días y días por
abrir, un mirar al presente. Es el país el haber de un apellido que golpea
ordenes en el sentimiento de la luz, en la extrañeza del aire en el aire, nubes
de ciruelos, nubes de guindas, de belladonas, toda esa lividez de la
disgregación. Así su sentimiento crítico y comprometido para con la naturaleza
y la quemazón de sus queridas islas. El que se acerca como el cielo o
diluciones del cielo esa caricia al alma de su escritura, bálsamo que sana,
aunque fuera pura contradicción en sí mismo venía desde lo más hondo de su
esencia, el que soñaba con ese tiempo que sería el suyo en que le corazón y el
espíritu van juntos para las justicias de las orillas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario