martes, 24 de mayo de 2022

La voz del paisaje. Pablo Queralt.

 

Juan L. Ortiz. Humo saliendo de una boquilla finita. 

 

 


La poesía de Juan L. Ortiz es entrar al canto de los pájaros, al ronroneo del rio, a un jardín llovido que eleva hacia las tímidas sonrisas azules la mirada de sus rosas, una pausa infinita, sin fin, entrar en lo inaudible más allá del silencio, del propio silencio. Espacios alargados, o silentes como expansores en forma de repeticiones de palabras o adverbios que hacen flotar al poema y las imágenes en las orillas de abismos, o encabalgamientos de verso en verso que disponen una actitud de mirar lo que se mira, contemplar y meditar.    

Contemplar el destino abierto de la vida al costado del río Gualeguay, y desde allí la paleta cósmica de su coloratura pinta el poema como olas suaves, otras más intensas, en ese descrecimiento o diminuendo de tramas de lo que nace cada mañana, lo que es de su alma como ilusiones efímeras del cielo, toda la naturaleza juega en él, el amoroso anhelo de la nostalgia, un ensueño que el hada despierta en la noche desvelada. Lo sutil en cada verso de una fina delicadeza, del que está en el aura del sauce, y lo traduce, lo transvive. Cada cosa con su halo en la trashabitación de lo que brilla en los sentidos de la mente, como algo conversado. Se diría en esos puntos suspensivos, como una humilde grandeza donde uno se abisma en lo secreto de esa tonalidad que cada día nos revela la finitud para salir de la miseria cotidiana, “huesos solos bajo las sabanas con moscas”. Su poesía sabe distinguir entre los grises, con su discreta dulzura, se imagina lo que alguna vez supo ser, cuando el sol ahora es solo un recuerdo rosado. En la mansa mirada vecino del agua y la luz en su gracia viva del aire y los reflejos, monta el escenario real del asunto, donde se está bien allí como otro quieto resplandor de la luna. Como un canto a la hermosura del mundo, entre el vacío negro, el horror permanente de la sombra, justifica el canto y la belleza: estar vivo. Las estaciones, sus secretos, sus afiladas luces, los silencios, los cielos de ahora o el cielo anterior observado por los chinos, como un rostro perdido, una sonrisa iluminada, lo que siempre sabia para la tristeza, para la inquietud. Un aire provinciano de quietud y contemplación entrelazada, compartida Calveyra- Ortiz. Un narrar esa paz algo que él había visto en la otra orilla de la vida, cada hora con su sed, en el amor de las aguadas, en las arenas del sueño, lo que espuma en cada matiz, como si un pensamiento lejanísimo le musitara, la terrible participación. Cada historia con su camino, su confín. Todo salido para la incertidumbre en ese aire nacido en las heridas de la fe, lo que canta para ser. Cada poema pone el intervalo del aquí. Poemas que como un río no dejan morir un tiempo. Como decía el autor una poesía  de pura presencia, de resplandor casi sin forma en la fluida aérea de los estados internos, armonía o visión. Ahonda en cada orilla, cada ceniza, sabe lo que quema el aire, el silencio que triza, allí baja, escucha las ramas del aquí o su sed misma. Hay en su poesía amor oriental casi de haikus o tankas elongandóse en su métrica silábica, musical. Un discurrir entre los halitos de los sentimientos, cielos, ríos, nubes, los segundos imposibles paisajes, esa desvanecencia sin fin. En esa inmersión en montajes de una finitud sensible a partir de las instalaciones paisaje- río-alma- tardes- anocheceres- mañanas- estaciones climáticas- encuentra nuevos infinitos, marca su carácter estético. El sentimiento por la naturaleza, el cosmos, en una luz modalizada de ver y de ser. Una interacción de modos maquínicos abstractos y concretos que disuelve lo veloz de los sucesos creando territorios existenciales fuera de tiempo y espacio. Es el flujo que marca la forma de vivir instancias, luces, colores, universos incorporales, una suave intensidad practica de red objeto-sujeto. La forma de utilizar los instrumentos, las palabras en su suave repetición, puntos suspensivos, adverbios, dan un ritmo y conformaciones espaciales y producciones maquínicas soportes de ritornelos, que fluyen en un flotar, silencios, orillas, espuman, ahondan en una especie de ceniza pisando mediodías de jacarandaes  como un humo dorado en la página. Captura el tiritar de arroyitos, los espíritus del atardecer, los solcitos del malva, los ultracielos, la petunia arrugada, para oir solo el sueño de días y días por abrir, un mirar al presente. Es el país el haber de un apellido que golpea ordenes en el sentimiento de la luz, en la extrañeza del aire en el aire, nubes de ciruelos, nubes de guindas, de belladonas, toda esa lividez de la disgregación. Así su sentimiento crítico y comprometido para con la naturaleza y la quemazón de sus queridas islas. El que se acerca como el cielo o diluciones del cielo esa caricia al alma de su escritura, bálsamo que sana, aunque fuera pura contradicción en sí mismo venía desde lo más hondo de su esencia, el que soñaba con ese tiempo que sería el suyo en que le corazón y el espíritu van juntos para las justicias de las orillas.      

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