QUE BUENO. Yves Bonnefoy. Traducción Pablo Queralt.
Ah que bueno!
La lámpara pequeña que se me confió a la hora
de dormir para encontrar el camino de mi cuarto a través de la sala muy
concurrida que nosotros llamamos el salón. Un espacio totalmente sin
luminosidad, cuando no había, como a veces, raramente, un rayo de luna sobre la
cortina de la ventana del fondo. La puerta del comedor se cerró atrás mío, yo
no tenía más para guiarme en la oscuridad que la frágil chispa curva en la
cumbre de un cono de cobre. Larga, larga, avance en los pliegues de la noche,
después de lo cuál yo puse la pequeña lámpara sobre un banco cerca de la cama y
después me resigne a escuchar.
Y todas las demás esas latas de hierro delgado,
esos cilindros con un borde ligeramente acanalado que se emplea para las
cocciones lentas. Ellas contenían granos de café verde molidos en grueso. Allí
se practicaban dos agujeros frente a frente en la base, se los rellenaba con el
aserrín que el carpintero de la villa les dejaba a mis abuelos pobres, allí se
introducía el fuego , no sé como, ese fuego se extendía largamente bajo las
marmitas de fondo negro. Se dejaba al sol. El olor del aserrín caliente había
invadido la cocina en sombras por una hora o dos, quedaba vacía. Y otras veces
eso estaba en todas las partes, en las habitaciones, el olor envolvente del
café, puesto al fuego en un hornillo equipado con una pequeña pala giratoria.
Había para maniobrar una manija curva, apoyándose sobre el calor rojizo, que
uno no sabe bien hoy día, esta noche, que no podré nunca más recordar la
expresión.
Y todavía ese vacío bajo la gran escalera de
piedra, un hueco donde la altura era
otra cara de algunos otros caminos. Se accedía allí al fondo del vestíbulo,
entrando primeramente a un reducido ambiente sin luz, con nada más que
coberturas descuidadas. Yo allí empujaba sin hacer ruido la puerta. El hueco
sobre el lado derecho de ese pequeño ambiente, yo me arrodillaba, yo iluminaba
con mi linterna de bolsillo. Viendo de esta manera por debajo, el camino no
parecía más que una sola masa gris, groseramente tallada y de plata con lomas y
cruces, pedregullos y cada tanto atravesando a los caminos algunas manchas
negras que yo quería creer eran marcas que habían sido trazadas por un trapo
empapado en alquitrán.
Sobre los caminos nada, ese sendero estaba
vacío. Y el suelo allí parecía tierra removida mezclada con grava. Una araña se
arriesgaba en esa extensión, yo la tomaba con la ayuda de una lámpara y ella se
inmovilizaba un instante y después retomaba su camino.
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